miércoles, 8 de abril de 2009

Editorial Es Pont nº 205

Ya lo dice la canción: “La muerte no es el final…”
Y es ahí donde muchas veces los cristianos tropezamos, sabemos distinguir el principio, con esa criatura adorada por un coro celestial, que nació en un pesebre de Belén de Judá; y vemos en la tortura y la posterior muerte en la cruz el fin de un trayecto, jalonado por las vivencias junto a unos hombres que tenían el oficio de pescadores. Pero no, la muerte no es el final, es el principio de nuestras vidas.
Durante el periodo de tres años que Jesús fue instruyendo a sus discípulos, muchas veces les enviaba a distintas poblaciones para que como él, fueran dando a conocer su doctrina. Lo malo es que lo pobres discípulos se quedaron en unos meros espectadores, durante el tiempo que el maestro anduvo con ellos, no fueron capaces de vivir, de hacer suyas las enseñanzas. Por eso, cuando llegó la hora de la verdad, se refugiaron en sus casas, no comprendieron el mensaje.

Y llegado el momento, un personaje les acompaña camino de Emaús, los escucha, los reconforta y un gesto, les devuelve la ilusión. Han estado haciendo un breve pero intenso camino: han resucitado a la vida y han hecho suyos lo que Jesús les estuvo enseñando.

Y al regresar a Jerusalen, contactan con los discípulos y les trasmiten lo que ellos han vivido. Es necesaria una nueva aparición de Jesús para que los discípulos capten toda la profundidad de su mensaje.

Muchas veces, nosotros como aquellos discípulos, seguimos repitiendo aquellos gestos por inercia.

Y en verdad os digo, el hijo de Dios se entregó…. Ahora nos queda por demostrar que no fue en balde.
Al final, los discípulos consiguieron vivir intensamente el mensaje que Jesús les había trasmitido, que esa fue su resurrección:

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